el Robertorio


Papel papel: una historia corta

Laura suspiró. Tres llamadas perdidas y el móvil seguía vibrando. Se sonó la nariz y contestó la llamada.

—Sí, Mamá. ¿Qué quieres?

—Cariño, no me hables así —el altavoz crujió—. ¿Qué ha pasado? Acabo de hablar con David y me dijo que…

—¿En serio, ha contestado tus llamadas? Las mías no.

—Sí, y me dijo que se ha ido. ¿Es cierto? ¿Ya no vivís juntos? ¿Qué has hecho?

—¡Mamá! No he hecho nada. Cuando me desperté hoy ya no estaba. —Laura lloriqueó. —Me dejó una nota en la que me echó la culpa por sus preocupaciones financieras. Hemos discutido mucho desde hace unas semanas. Sigue pagando el alquiler pero dijo que tengo que pagar la factura de electricidad, así que faltamos un pago. —Levantó la voz. —No pude pagarla y eso sabía él. Me dijo que consiga trabajo, aunque no puedo llevar mis estudios y un trabajo a la vez. Un día él nos estaba manteniendo sin problema y el siguiente día tenía problemas con nuestro acuerdo establecido. Nada había cambiado. —Ya no pudo contener las lágrimas. —¿Qué te dijo que haya hecho yo? ¿Es que superé unas pocas veces nuestro presupuesto de comestibles? Pues, vale, admito que prefiero no comprar la marca de la tienda de ciertas cosas, pero no es nada de lujo ya que David gana…

—Cariño, perdóname —su madre la interrumpió, suavizando la voz. —No quise insinuar nada de eso. No me dijo mucho. En realidad estuvo bastante brusco conmigo. Le llamé unas diez veces o así antes de que contestó. Solo me dijo que ya no vive contigo y que deje de llamarle y a continuación me colgó.

Laura había llorado por casi una hora, así que, como la marea, el impulso de llorar remitió suavemente y la dejó entumecida. Poca luz filtró por la ventana y apenas iluminó su pequeña sala.

—Laura, ¿todavía estás ahí? ¿Cariño?

—Si, mamá —masculló.

—¿Has comido? Es la una para ti.

—No. —Con una mano distraída Laura toqueteó un pequeño relieve de un narciso en el empapelado. Una abeja vellosa estaba sentada en su corona, tragando el néctar.

—Hay que comer. Pobrecita.

—Llevas razón. —Se levantó y se acercó a la despensa arrastrando los pies. Sacó una jarra de miel y dos rebanas de pan y las puso en la encimera. —Me hago un bocadillo de miel.

—¿De qué? ¿Miel? —Su madre quedó un rato en un silencio preñado de conjeturas.

—Es la única comida que no me da asco en este momento. —Laura untó miel por las dos rebanas. Presionó las dos rebanas juntas, levantó el bocadillo y le dio un mordisco. Masticó despacio. De repente una oleada de repugnancia la abrumó e impulsó arriba el bocado hasta que se le escapó al fregadero en una arcada profunda. Laura gimió y arcó otra vez pero nada más salió. —Pues, bueno, incluso la miel —dijo jadeando. Se limpió la boca con la manga.

—Laura…

—¿Si? —Regresó pesadamente a la mesa y se dejó caer en la silla. Corrió los dedos otra vez por el narciso, sintiendo el relieve. Una costura dividía la pinza de la abeja, que continuaba en la siguiente lámina de empapelado. Arañó la costura, separando las dos láminas.

—¿Estás segura de que nada más haya pasado entre tú y David?


Tumbada en el suelo a oscuras y rodeada de retazos de empapelado, Laura había pasado la tarde intentando dormir en vano. Por fin el hambre estaba en punto de superar el cansancio. Laura suspiró. No tenía ganas de incorporarse. Nada importaba. Nada tenía sentido. Ninguna comida le parecía bien.

Desbloqueó el móvil. Quedaba 7% de batería. Una notificación: «¿Se te retrasa la regla? Toca para rastrear.». En el brillo suave de la pantalla, contempló los retazos a su alrededor. En uno de ellos había la imagen de una rosa. Laura colocó el móvil en el suelo y recogió el retazo con las dos manos. Casi podía oler el helado con sabor de rosa y pistacho que compraba de niña en la tienda iraní más abajo por la cuadra. No, no exactamente pistacho, sino algo parecido. Arañó la rosa y la olfateó. Le dio la vuelta y olfateó el dorso. Algo muy parecido a pistacho. Lo lamió. ¿Podía ser el pegamento? El pegamento de sobres siempre tiene un sabor ligero para no dar asco al lamerlo, ¿pero el de empapelado? Lo lamió de nuevo. Sabía bastante bien. Le dio un mordisco. La textura crujiente fue inesperada pero agradable. Al masticar, esa textura inicial dio paso a una más suave, como avena. Lo tragó. Agarró otro retazo y se lo metió en la boca.

Lo absurdo de la situación la hizo reír. ¿Qué pensaría David si la pudiera ver así, tendida en medio de un montón de papel, comiéndoselo? La risa creció a carcajadas. ¿Qué importaba la opinión de tal cobarde? Ese hijo de la gran puta la había dejado sola en este piso sin siquiera pagar la factura de electricidad. La había lastimado con un pretexto flojo con el que pretendió justificar la cobardía de huir de lo que crearon juntos. Las carcajadas crecieron a sollozos. Todo lo que podían crear juntos llegó a su fin antes de empezar en serio. A Laura le quedó la tarea inmensa de gestionar lo que le había dejado David: la gran carga de una familia incompleta.

Siguió comiendo hasta que agotó todo el montón de papel. Una zona de la pared oriental quedaba calva, con cabos sueltos saliendo alrededor. Se agarraron como padrastros irritantes rodeando una uña mordida. Laura no podía dejarlos asomando así. Cuidadosamente arrancó un retazo saliente, dejando una superficie casi suave, y se lo metió en la boca. Sabía que no podía ser sano comer tanto papel, pero solo necesitaba dejar la zona con un borde arreglado y suave. Así que había que quitar un poco más, solo un poco más, para arreglar el resto del borde, y luego podría detenerse.


La vista desde la ventana de su piso era muy pobre. El muro del edificio adyacente estaba muy cerca y no dejaba entrar mucha luz. Se despertó cuando el sol del mediodía le tocó la cara, filtrándose por el espacio estrecho entre los edificios. Laura se frotó los ojos para quitarse las legañas.

Se incorporó y recogió el móvil. Agotado. Quería más que nada hablar con David. Si tan solo pudiera decirle cuánto lo quería todavía, sin duda este periodo de separación sería suficiente para dar espacio para que la ternura volviera a crecer.

Levantó la mirada con vergüenza. La parte de la pared oriental bajo la ventana quedaba completamente pelada hasta el rincón. Había intentado dejar un borde precisamente recto en el rincón, pero la última lámina de empapelado no había terminado justo ahí, sino había continuado unos pocos milímetros en la pared sureña bajo la primera lámina de esa pared, así que, sin herramientas, pelarla había dejado un borde serpentino que Laura simplemente no había podido dejar en paz.

Un sitio en la pared sureña llamó su atención. Lo que había hecho a tientas la noche anterior había revelado un rectángulo de madera detrás del empapelado, perfectamente al ras de la pared, a veinte centímetros del suelo. En el centro había un agujero de unos quince milímetros de ancho. Sintió el borde de la madera con los dedos. No había ningún pico en el borde, sino solo una diferencia leve de textura. No pudo detectar ningún espacio entre la madera y el yeso, como si el borde se hubiera envuelto en el yeso blando y lijado a continuación para hacer la superficie completamente llana, indetectable detrás del papel. Le dio unos golpecitos con un nudillo. Dejaron una marca poco profunda. Sonó fino, como si cubriera un hueco, pero no resonó como madera dura. Este panel parecía estar hecho de madera balsa, esa especie extraordinariamente blanda y ligera que se vende en tiendas de artesanías.

¿Fue una reparación? ¿Por qué no reparar la pared con un parche de yeso? ¿Y para qué servía el agujero? Intentó mirar a través de él, pero no pudo ver nada dentro. Ni siquiera pudo ver qué tan hondo era la cavidad porque no pudo acercar el ojo sin que la cabeza bloqueara toda la luz que entró en el agujero.

Intentó meter el dedo índice. No cupo. Metió el meñique y sondó hasta el primer nudillo. Hizo girar la mano para sentir en distintas direcciones. No sintió nada. Con más fuerza pudo introducirlo todavía más, hasta el último nudillo. Cuando sondó a esa profundidad y dobló el dedo, tocó algo áspero que se movió inesperadamente y hizo un clic sordo. Con un tirón sobresalto, cayó atrás arrancando el panel. Chispas de yeso salieron volando de la pared.

Laura hizo una mueca de pena. No había ningún monstruo dentro, sino solo una bolsa de plástico. Agarró el panel y lo hizo girar para desatascarlo. El panel saltó del dedo y ella lo lanzó al suelo. Gateó hasta el hueco, se sentó y tiró suavemente la bolsa. Era transparente y cerrada con cinta adhesiva en ambos extremos. Dentro había varios fajos de billetes. Laura quitó la cinta de un extremo y quedó boquiabierta examinando el contenido. Solo había el dinero y las bandas que agrupaban los fajos. Dispuso los veinte fajos en una línea en el suelo. Cada uno tenía un billete de cien dólares encima. Recogió el último y lo contó. Cien billetes de cien dólares. Hojeó otro fajo. Todos de cien dólares.

—Hostias —susurró a si misma. Doscientos mil dólares. ¿Pero por qué demonios estaba ahí? ¿Quién lo podría haber colocado? Se bajó al suelo para ver hasta el fondo del hueco. El espacio dentro estaba cubierto por todos lados con madera, sin huecos en la superficie salvo el en la tapa… o puerta, o lo que fuera. Ya debía de haber estado colocado dentro de la pared cuando Laura conoció a David, porque su empapelado no había sido cambiado desde entonces al menos. La caja debía de haber sellado durante al menos dos años. ¿Y por qué, si David lo hubiera escondido, habría desaparecido sin llevarlo consigo? ¿Se había olvidado de él? No, claro, entonces David no debía de saber nada de este alijo. Entonces, tal vez un inquilino anterior lo había escondido. O el casero. Por supuesto que a quien había escondido tanto dinero no le gustaría que se había hallado. Pero se había escondido hace mucho tiempo, claro, porque David había vivido en este piso durante cinco años.

Los ojos de Laura se pusieron como platos. ¿Era dinero de narcotráfico? ¿De un atraco a un banco? Se alejó deslizándose. Alguien iba a regresar para recogerlo. ¿Qué había hecho? Había desordenado un alijo probablemente hecho por criminales. Quizás todavía no hubieran regresado a recoger el dinero debido a una pena de prisión. ¿Y cuando acabara? Empezó a hiperventilar, los ojo clavados al dinero. Seguro que vendrían a matarla por esa transgresión. ¡Qué estupidez! ¿Por qué había empezado a pelar las paredes? ¿No había habido ninguna otra salida más normal para esa energía angustiosa que no la habría metido en este lío?

Pero no sabía nada de eso de buena tinta, ¿verdad? Respiró hondo tres veces y cerró los ojos. El dinero había estado ahí mucho tiempo, ¿pero cuánto tiempo? Se acercó de nuevo al dinero y recogió un fajo. Examinó el primer billete. Algo en él era extraño. La tipografía que decía «100» en las esquinas tenía ceros muy rectangulares y estaba rodeada de guirnaldas o vides. Quitó la banda y desplegó el fajo. Benjamin Franklin parecía más guapo, o sea más joven que lo habitual, e impreso justo a su izquierda estaba «serie de 1954». Hojeó los billetes. 1938, 1975, 1981, 1960, 1961, 1961, 1977, 1976, 1950, 1947, 1982, 1949. Eso repitió con seis fajos más hasta que los billetes formaron un montón en el suelo. El billete más nuevo era de 1982. ¿Entonces podría ser un alijo de los años ochenta? En realidad esa idea le parecía razonable. El piso tenía mala pinta, con un radiador ruidoso y linóleo amarillento en la cocina. Efectivamente era una cápsula del tiempo.

El dinero quizás hubiera permanecido ahí durante cuarenta años, más o menos. Laura intentó imaginar quien vendría a buscar el dinero. Un adulto en los años ochenta tendría entonces sesenta años o más. La prisión es salvaje. Si era un preso, o incluso simplemente en criminal serio, quizá no hubiera sobrevivido todo ese tiempo. No, claro que quien había dejado el dinero no vendría a buscarlo ya.

Entonces, bueno, el que lo encuentra se lo queda. Con tanto dinero podría cambiar su vida del todo. Todos esos problemas de dinero sobre que habían discutido ya serían intrascendentes. Laura podría acabar sus estudios y mientras tanto David no la tendría que mantener. Y tal vez tendrían dinero de sobra con el que podrían pagar la cuota inicial para una vivienda propia. Solo tenía que convencer a David que reconciliara con ella, que regresara a casa para que ella pudiera mostrarle que todos sus problemas eran resueltos. Pero oyó la voz de David en su mente. Laura, fíjate en lo que te estoy diciendo. Solía decir eso aunque Laura ya estuviera prestando atención. La raíz del problema no es un simple falta de dinero ahora mismo. Eso es la consecuencia de algo más grave, que tú no te puedes controlar. Gastas dinero haciendo caso omiso de los ingresos, del presupuesto. ¿Y ahora estás pensando en formar una familia? Eso no voy a hacer con una imprudente despilfarradora.

Es impresionante cómo, tras pasar años juntos, uno puede simular en la mente con toda claridad el juicio de su pareja. Y, vale, tenía razón. La pobreza tiene una manera de acostumbrar a uno a gastar lo que gane sin demora. Pero Laura sí podía cambiarse. Lo podía hacer para recuperar a David. Eso sería motivo suficiente. No sabía cómo iba a ponerse en contacto con él de nuevo, pero seguro que cuando le mostrara cómo se hubiera convertido en una administradora juiciosa de sus finanzas, todo entre ellos cambiaría.

Todo dependía de cómo gestionaría el dinero. La presión inmensa la impulsó adelante con energía angustiosa. Laura iba a poner su gran plan en marcha inmediatamente. Arregló el montón de billetes lo mejor que podía. Muchas de sus esquinas habían quedado dobladas cuando los había revuelto. Salían de los fajos como pajas errantes de una bala de heno. Laura no podía dejarlas picándole la mirada así. Cuidadosamente arrancó una esquina saliente, dejando un borde casi suave, y se lo metió en la boca. Sabía que no había que desperdiciar mucho del dinero así. Solo necesitaba dejar este billete con un borde arreglado y suave. Así que había que quitar un poco más, solo un poco más, para arreglar el resto del borde, y luego podría detenerse.


Escribí esta historia para una competencia en el servidor Discord Club de lectura y literatura social. Es mi primera historia escrita en español. Su título es una referencia al refrán argentino «Papel, papel; quien se lo encuentra es para él».